Luis Cernuda en 1937 por Gregorio Prieto. |
A
principios de noviembre, la visita a los camposantos evoca infinidad de
fúnebres poemas: “En un cementerio de
lugar castellano” de Unamuno, “Cementerio
en Broadway” de Juan Ramón Jiménez, “Cementerio
de 1800” de Agustín de Foxá, etc.
A
este respecto, sin duda, uno de los poetas de nuestro siglo XX que con más
profusión y hondura ha tratado el tema funerario en su obra es el sevillano Luis Cernuda (1902-1963).
Al
menos cuatro poemas cernudianos versan directamente sobre camposantos: “Cementerio en la ciudad”, “Elegía anticipada”, “El cementerio” y “Otro cementerio", a los cuales cabría añadir por su
proximidad temática “Dos de noviembre”.
En
esta serie de poemas de cementerio, aborda Cernuda, desde luego, los motivos
centrales de su mundo poético, tales como la muerte, la creación artística, la
soledad, el olvido, etc.
La
mayoría de estos poemas tienen un planteamiento inicialmente descriptivo y
presentan al cementerio como un jardín antiguo o un jardín cerrado caracterizado
con otros ingredientes temáticos frecuentes en la lírica cernudiana: los árboles,
el canto de aves, muros, evocaciones históricas, etc.
Este
tema del jardín cerrado como lugar paradisíaco y aislado de mundanales
preocupaciones resulta, desde luego, recurrente en la creación literaria de
Cernuda. Así, entre los poemas en prosa recogidos en Ocnos (1942), el autor dedica una bella estampa a un “Jardín antiguo”:
“Se atravesaba primero un largo
corredor oscuro. Al fondo, a través de un arco, aparecía la luz del jardín, una
luz cuyo dorado resplandor teñían de verde las hojas y el agua de un estanque. (…)
En el silencio circundante, toda
aquella hermosura se animaba con un latido recóndito, como si el corazón de las
gentes desaparecidas que un día gozaron del jardín palpitara al acecho tras las
espesas ramas”.
Asimismo,
en su narración breve El viento de la
colina (1938), Cernuda nos presenta la “huerta
abandonada” de un palacio:
“Un jardinero de la ciudad la
cuidó años atrás, y sus viejas manos, expertas en acariciar raíces y pétalos,
intentaron trazar un jardín cortesano entre aquellas tapias rudas que en
primavera se adornaban de campanillas azules”.
A
lo largo de su obra poética también resulta notable la presencia de este
simbolismo del jardín como dichosa arcadia de sensual naturaleza, cuya quietud
se ve hostigada por el paso del tiempo. Así, en sus Primeras poesías (1924-1927), la composición XXIII comienza con la
siguiente estrofa:
“Escondido entre los muros
Este jardín me brinda
Sus ramas y sus aguas
De secreta delicia”.
Sin
embargo, las sombras nocturnas avanzan y acaban con el gozoso instante: “Mas el tiempo ya tasa / El poder de esta
hora”.
En
su siguiente poemario, Égloga, elegía,
oda (1927-1928), ambos temas, idílico jardín y tiempo fugaz, confluyen en
la primera visita poética al cementerio. Se trata del “Homenaje” a un poeta cuyo nombre no se menciona, composición que
comienza con una descripción de la tumba visitada:
“Ni mirto ni laurel. Fatal
extiende
Su frontera insaciable el vasto
muro
Por la tiniebla fúnebre…”.
Pese
al tiempo y la muerte, la gloria del poeta mantiene viva su palabra: “Siempre joven su voz, late y oscila, / Al
mundo de los hombres va cantando”.
Sin
embargo, Cernuda no se engaña respecto de la inmortalidad artística y se
pregunta por la finitud terrenal del poeta homenajeado:
“Mas el vuelo mortal tan dulce
¿adónde
Perdidamente huyó? Deshecho brío,
El mármol absoluto en un sombrío
Reposo melancólico lo esconde”.
Concluye,
así, Cernuda que la voz del poeta es tan sólo un eco pues “ya no siente / Quien le infundió tan lúcida hermosura”.
Bien,
demos un salto en la evolución poética de Cernuda y situémonos en la madurez
creativa de Las nubes (1934-1940).
Ya en este punto de su obra, el autor franquea la frontera divisoria entre
vivos y muertos, de manera que dirige sus palabras directamente a los difuntos
o atribuye a éstos cualidades sensoriales y vitales.
En
este poemario el tema de la muerte es recurrente y suele presentarse desde una
perspectiva positiva como delicado olvido y triunfante liberación de la sórdida
existencia.
Esta
idea de plenitud de la muerte sobre la vida se expresa abiertamente en la
conclusión de “Lázaro” o en el
homenaje “A un poeta muerto”:
“La muerte se diría
Más viva que la vida
Porque tú estás con ella,
Pasado el arco de su vasto
imperio,
Poblándola de pájaros y hojas
Con tu gracia y tu juventud
incomparables”.
Similar
concepto esperanzado de la muerte se repite en el Epitafio de “La Adoración de los Magos”:
“La delicia, el poder, el
pensamiento
Aquí descansan. (…)
Ahora la muerte acuna sus deseos,
Saciándolos al fin…”.
Cernuda
se aleja de la amarga existencia y se acerca “A Larra con unas violetas” para encontrar comprensión entre los
ausentes: “Quien habla ya a los muertos /
Mudo le hallan los que viven”.
Otras
imágenes de la muerte en este poemario son más cercanas a su experiencia vital
directa y muestran una imagen menos acogedora de la muerte.
Como
es sabido, Cernuda acompañó al niño José Sobrino en sus últimos instantes de
vida y al pudoroso y digno fallecimiento de este muchacho vasco, exiliado en
Inglaterra, dedicó “Niño muerto”.
En
esta composición imagina el poeta que el niño difunto puede oír a través de la
tierra que le cubre y recordar también sus días pasados en el mundo:
“Si llegara hasta ti bajo la
hierba
Joven como tu cuerpo, ya cubriendo
Un destierro más vasto con la
muerte,
De los amigos la voz fugaz y
clara,
Con oscura nostalgia quizá pienses
Que tu vida es materia del
olvido”.
Concluye
el poema Cernuda mostrando su melancólica piedad hacia el difunto y su deseo de
acompañarle en su solitario olvido:
“Profundamente duermes. Mas escucha: / Yo quiero estar contigo; no estás solo”.
La
preocupación por la soledad de los muertos y la atribución de capacidades
perceptivas a éstos también está presente en “Cementerio en la ciudad”.
Como
suele ocurrir en los poemas de cementerio cernudianos, la composición comienza
por una visión inicial del campo santo desde la verja de entrada:
“Tras de la reja abierta entre los
muros,
La tierra negra sin árboles ni
hierba…”
Tras
esta presentación del recinto mortuorio, el poeta gira su vista por el barrio
que rodea al cementerio:
”En torno están las casas, cerca
hay tiendas,
Calles por las que juegan niños, y
los trenes
Pasan al lado de las tumbas…”
Por
un momento, la descripción del lugar funde en una coincidente estampa las
fachadas con ropa tendida o con borrosas lápidas:
“Como remiendos de las fachadas
grises,
Cuelgan en las ventanas trapos
húmedos de lluvia.
Borradas están ya las
inscripciones
De las losas con muertos de dos
siglos…”
A
continuación de este primer movimiento descriptivo del poema, Cernuda especula
con el estado de ánimo de estos antiguos muertos: “Mas cuando el sol despierta, / (…) / En lo hondo algo deben sentir los
huesos viejos”.
Enclavado
en el seno de un sórdido barrio con humo de fábricas, tráfago de trenes, voces
de taberna, etc., para estos antiguos y anónimos difuntos este cementerio no es
el apacible jardín donde encontrar “el
sueño silencioso de la muerte”:
“Ni una hoja ni un pájaro. La
piedra nada más. La tierra.
¿Es el infierno así? Hay dolor sin
olvido,
Con ruido y miseria, frío largo y
sin esperanza”.
Se
cierra el poema con una invocación directa de Cernuda a los inquilinos de este
cementerio, en la que muestra su compasión hacia estos extintos y olvidados
seres humanos:
“No es el juicio aún, muertos
anónimos,
Sosegaos, dormid; dormid si es que
podéis”.
A
continuación de este poema y en acusado contraste con el yermo y sórdido lugar
descrito, en el poemario que nos ocupa aparece “Jardín antiguo”, evocación del risueño jardín tantas veces
recordado en su obra:
“Ir de nuevo al jardín cerrado,
Que tras los arcos de la tapia,
Entre magnolios, limoneros,
Guarda el encanto de las aguas”.
En
la siguiente entrega poética de Cernuda, Como
quien espera el alba (1941-1944), son tres los cementerios visitados por el
poeta.
En
primer lugar, nos encontramos con una nocturna visita a “Las ruinas”, bañadas en luz lunar e invadidas por la naturaleza
circundante:
“Silencio y soledad nutren la
hierba
Creciendo oscura y fuerte entre
ruinas…”
Arcos,
plazas, columnas, altares… permanecen incólumes en ausencia de sus creadores: “Todo está igual, aunque una sombra sea / De
lo que fue hace siglos mas sin gente”.
Entre
las ruinas se distingue una “avenida de
tumba y cipreses” y en este cementerio perdura el ajuar funerario de sus
ausentes muertos:
“En las tumbas vacías, las urnas
sin cenizas,
Conmemoran aún relieves delicados
Muertos que ya no son sino la
inmensa muerte anónima,
Aunque sus prendas leves
sobrevivan:
Pomos ya sin perfume, sortijas y
joyeles…”
Las
ruinas muestran que los mortales somos de naturaleza frágil pero capaces de
concebir lo eterno y, en consecuencia, “aptos
para crear lo que resiste al tiempo”.
A
continuación, se dirige el poeta a Dios para reprocharle la injusticia de
habernos hecho perecederos al tiempo de infundirnos la sed de eternidad: “Para morir, ¿por qué nos infundiste / La
sed de eternidad…?”
Acto
seguido, se responde el autor a esta cuestión negando la existencia de Dios y
sublimando la transitoria vida humana por su efímera manifestación de la
belleza. Las ruinas en su abandono son, así, una clara demostración de lo que
es la vida: “Delirio acaso hermoso cuando
es corto y es leve”.
Se
convierte así el poema, finalmente, en un melancólico canto a la débil naturaleza
humana, triunfante en sus limitaciones sobre el omnímodo poder divino: “El afán de llenar lo que es efímero / De
eternidad, vale tu omnipotencia”.
Desde
su exilio inglés, evoca un idílico cementerio andaluz en “Elegía anticipada”. La primera estrofa del poema nos ofrece una
visión panorámica del privilegiado enclave de este campo santo:
“Por la costa sur, sobre una roca
Alta junto a la mar, el cementerio
Aquel descansa en codiciable
olvido
Y el agua arrulla el sueño del
pasado”.
En
la segunda estrofa, Cernuda nos sitúa, como de costumbre, en la verja de
entrada al recinto para ofrecernos la estampa de un apacible y armonioso
jardín:
“Desde el dintel, cerrado entre
los muros,
Huerto parecería, si no fuese
Por las losas, posadas en la hierba
Como un poco de nieve que no
oprime”.
Formula,
a continuación, el autor su deseo de que “tras
la muerte, / Quieres estar allá solo y tranquilo”.