15 de octubre de 2011

El fusilamiento de Diego de León

Diego de León.
Pío Baroja, Galdós y Pastor Díaz nos han ofrecido tres visiones literarias de la figura del mártir liberal cordobés D. Diego de León y Navarrete (1807-1841), cuyo fusilamiento tuvo lugar el 15 de octubre de 1841, hace precisamente ahora 170 años.

A modo de conmemoración de este aniversario, reseñaremos brevemente estas tres semblanzas literarias dedicadas a evocar la caballeresca historia de tan romántico personaje.

En primer lugar, poco tiempo después del fusilamiento, el periodista, político y escritor lucense Nicomedes Pastor Díaz (1811-1863) publicó una biografía de nuestro héroe, escrita a raíz de la impresión que los sucesos produjeron en el autor.

Ya con posterioridad, los dos grandes narradores de nuestra historia decimonónica, Benito Pérez Galdós y Pío Baroja, habrían de dedicar también su atención a esta víctima del liberalismo moderado español.

En primer lugar, Galdós dedicó parte de dos novelas de la tercera serie de sus Episodios nacionales, concretamente Montes de Oca (1898) y Los Ayacuchos (1900), a referir los sucesos del frustrado pronunciamiento de octubre de 1841 contra el regente Espartero. En particular, los capítulos IV al VIII de Los Ayacuchos relatan de forma epistolar toda la peripecia de los últimos días de la vida del general Diego de León.

Por su parte, Pío Baroja también se refiere en su obra, aquí y allí, a nuestro héroe. Por ejemplo, en una serie de reportajes dedicados a “La expedición de Gómez” (1935), Baroja refiere la famosa Batalla de Villarrobledo entre los carlistas del general Miguel Gómez y los liberales de Isidro Alaix en 1836.

En esta batalla resultó decisivo el empuje de los húsares de Diego de León, que cayeron con tanto ímpetu contra los escuadrones de José Miralles “el Serrador” que lograron dividir y dispersar a las tropas carlistas:

“Desde entonces se dijo que don Diego de León, hundiendo la punta de la lanza en el pecho o en la espalda de los enemigos, los levantaba en el aire, los desarzonaba y los tendía en tierra.
Los del Serrador tuvieron un momento de pánico ante aquel gigante bigotudo y vestido de gala, y comenzaron a huir, atropellando a la infantería de Cabrera”.

De forma más extensa, Baroja dedicó su atención a nuestro héroe en su artículo sobre “El fusilamiento de Don Diego León”, incluido en el tomo de estampas y semblanzas Vitrina pintoresca (1935).

En estas páginas, Baroja comienza por referirse al libro de viajes por España La Porte du Soleil (1844) del escritor romántico francés Roger de Beauvoir (1806-1866), libro consistente en una serie de cartas fechadas en distintos lugares de la Península a lo largo del año 1841.

A juicio de Baroja, reina en estas cartas el lugar común sobre España y “en toda la obra lo único que he encontrado curioso es el relato del fusilamiento de don Diego León”. Para Baroja, la novedad de la narración de Beauvoir consiste en que “da detalles vistos y cuenta sus impresiones como francés”.

Con esta premisa, Baroja extracta los detalles del relato del autor francés, traduciendo a veces párrafos completos y omitiendo los comentarios de tipo político de Beauvoir. Baroja acompaña su glosa del texto francés con observaciones y datos de su cosecha, en los que muestra su interés novelesco por personajes, diálogos y escenarios de los acontecimientos:

“La aventura de la escalera de Palacio fue de las más románticas del siglo XIX español. Todos los que intervinieron en ella eran jóvenes, atrevidos, valientes, un poco enamorados de María Cristina. Veían la posibilidad de conquistar a la reina y de convertirse en amantes y casi reyes. El jefe don Diego tenía entonces treinta y un años y era teniente general”.

Tras el fracaso de la aventura de Palacio, Baroja recuerda cómo León se entregó cerca de Colmenar Viejo a un escuadrón de su propio regimiento de Húsares de la Princesa y cómo rechazó la huida a Portugal, propuesta por el mismo comandante Laviña, encargado de detenerle.

Baroja, en este punto, especula con los motivos que llevaron a León a entregarse: “…quizá pensó que Espartero no sería tan torpe para fusilarlo; pero Espartero fue bastante torpe y le mando fusilar”.

Una vez preso nuestro héroe, Baroja señala cómo el gobierno presionó a los tribunales para que todos los jefes del alzamiento de octubre de 1841 fueran pasados por las armas. En el Tribunal Supremo de Guerra y Marina que aprobó por unanimidad la sentencia de León, se encontraba, por cierto, el otrora general carlista Rafael Maroto:

“Uno de los generales que votaron en pro fue Maroto, entonces conde de Casa Maroto. Decentemente, como ex carlista, debía haberse abstenido”.

De nada sirvieron las súplicas de la familia de León a la reina para que intercediera ante el regente Baldomero Espartero: “Toda la familia, vestida de luto, se arrojó a sus pies sollozando”

De nada sirvieron tampoco otras gestiones llevadas directamente ante Espartero como la del general Francisco Javier Castaños:

“El venerable anciano Castaños, el vencedor de Bailén, el más antiguo de los mariscales, fue a visitar a Espartero y no obtuvo nada de él. Se dice que fue recibido muy bruscamente por este soldado afortunado.
Espartero contestó con aspereza al octogenario general:
-¿Y usted no fusiló a Lacy el año 1817? – le preguntó.
-Yo cumplí con mi deber, señor - contestó Castaños - ; yo no era regente y no tenía facultad para conceder indultos”.

A partir de este punto, Baroja sigue el relato de primera mano de Beauvoir, quien por azarosas e increíbles circunstancias resultó ser testigo presencial de la ejecución de León.

Así, Beauvoir ve pasar por las calles de Madrid la carretela descubierta hacia el lugar de ejecución: “León ocupaba el asiento de atrás con su confesor, el padre Carasa; en el de adelante iba el general Roncali, su defensor”.

A Beauvoir impresiona notablemente la apuesta y elegante estampa de León, a quien compara con el mariscal Joaquín Murat (1767-1815) pintado por Antoine-Jean Gros:

“Diego León vestía el uniforme de los Húsares de la Princesa: dolmán rojo, bordado de oro; pantalón azul celeste con un ancho galón; el dolmán abierto, dejando ver sus condecoraciones. Llevaba en la cabeza el chacó de los húsares con sus anchas plumas. (…) Este rostro castellano respiraba a la vez la serenidad y el orgullo; se hubiera creído que aquel hombre iba a pasar una revista militar. (…) León era una extraña mezcla de coquetería y de bravura; amaba la batalla y el tocador”.

Baroja se detiene especialmente en recrear los diálogos de los personajes en circunstancias tan dramáticas. Así, cuando León se dispone a subir en el carruaje que le conducirá al lugar de ejecución, tiene lugar el siguiente intercambio dialéctico con su defensor Roncali:

“-¿Sabe usted, amigo mío, de qué tengo miedo? Tengo miedo de que los soldados yerren. ¡Cuántos tiros a quemarropa me han disparado en la guerra y, sin embargo, no tengo ni un arañazo!
-Es verdad, general. ¿Y cuántos caballos le han matado cuando usted los montaba?
-Ocho”.

La carretela y su escolta inician la marcha en dirección a la fatídica Puerta de Toledo y Baroja observa la actitud de la muchedumbre congregada a lo largo del camino:

“El gentío era compacto alrededor del carruaje. Cada vez que León dirigía su mirada clara y orgullosa  sobre la multitud oía yo a las mujeres que decían: “¡Matar a jun hombre tan guapo!” y escondían una lágrima furtiva bajo la mantilla. Los hombres, apretándose los puños con desesperación, exclamaban: “¡Matar a un hombre tan valiente!”…”.

Llegada la comitiva a la Puerta de Toledo, desaparece el público madrileño, al que no se permitió presenciar la ejecución, y nos quedamos con la crónica de primera mano de Beauvoir, testigo accidental del fusilamiento. Según su relato de los hechos, León, ya en su destino fatal,  pasó revista a las tropas y ocurrió lo siguiente:

“Sacó unas monedas de oro del bolsillo de su dolmán y las repartió entre los que le iban a fusilar. A los soldados que habían servido bajo sus órdenes los reconoció y les dirigió la palabra sonriendo”.

Colocado en el cuadro, León escuchó la sentencia “erguido con la mano en el chacó” y tras la lectura del fiscal, dio un paso hacia adelante y dijo elevando la voz y mirando a los soldados:

“-Compañeros: Os habrán dicho que el general León era traidor y cobarde: ambas cosas son falsas; el general León jamás ha sido cobarde ni traidor”.

 Del momento final de la ejecución, Beauvoir por boca de Baroja nos ofrece dos versiones:

“Aquella voz resonaba como una voz de mando. Se dirigió en seguida al pelotón encargado de tirar sobre él y dijo a los fusileros:
-Que la mano no os tiemble. ¡Amigos! ¡Atención a la voz de mando!
Otros aseguran que dijo:
-No tembléis, al corazón.
Hundió después su chacó en la cabeza, pasó su mano por sus espesos bigotes y gritó con la misma firmeza:
-¡Preparen…, apunten…, fuego!”

Cayó León traspasado por las balas y “expiró en una actitud teatral y sin ser desfigurado por la muerte”.

Baroja refiere, a continuación, anécdotas relacionadas con la exposición pública del cadáver y la posterior reclamación del cuerpo por parte de la familia.

¡Cuántos mártires liberales vio el siglo XIX español abatidos por la descarga del pelotón de fusilamiento y cuán escasamente nuestra literatura se ha ocupado de ellos!