Valle-Inclán por Zuloaga. |
¡Cuanta mistificación en torno a la figura de Valle-Inclán! En
lugar del dramaturgo afín a la generación del 98 que se nos había presentado,
la lectura de su prosa desvela, por fin, su verdadera condición de ¡excelente,
exquisito narrador modernista!
Asimismo, cuántas veces se nos ha caracterizado al marqués de
Bradomín con las palabras que en la Sonata
de invierno (1905) le dirige su tía la marquesa de Tor: “Eres el más admirable de los Don Juanes:
Feo, católico y sentimental”.
En oposición a la célebre cita, el personaje de Valle-Inclán
aparece en sus aventuras justamente como todo lo contrario: seductor,
aristocrático y sensual.
En la presente entrada, vamos a ocuparnos de la primera
incursión de Valle-Inclán en la Tercera
Guerra Carlista (1872-1876) de la mano de su personaje Xavier Bradomín en
la cuarta y última entrega de sus sonatas, la antes citada Sonata de invierno.
En realidad, el pontevedrés Ramón María del Valle-Inclán (1866-1936) había vivido durante su
infancia la última guerra carlista y a ella dedicó varios relatos breves y,
sobre todo, la extraordinaria serie La
guerra carlista, compuesta por la trilogía Los cruzados de la Causa
(1908), El resplandor de la hoguera (1909) y Gerifaltes de antaño
(1909).
La Sonata de invierno,
al igual que las anteriores sonatas, está narrada en primera persona por el
marqués de Bradomín, ya que toda la serie se presenta como unas supuestas
memorias del aristócrata.
En esta última sonata, un anciano Bradomín evoca con nostalgia
sus días de juventud y aventuras galantes:
“Como soy muy viejo, he visto morir a
todas las mujeres por quienes en otro tiempo suspiré de amor: De una cerré los
ojos, de otra tuve una triste carta de despedida, y las demás murieron siendo
abuelas, cuando ya me tenían en olvido”.
Estos
recuerdos traen a su memoria el último de sus enredos amorosos, que se dispone
a contarnos en esta invernal sonata:
“Por guardar
eternamente un secreto, que yo temblaba de adivinar, buscó la muerte aquella
niña a quien lloraré todos los días de mi vejez. ¡Ya habían blanqueado mis
cabellos cuando inspiré amor tan funesto!”
Tras
esta breve introducción, comienza el relato de la última de las seducciones de
este decadente marqués, enrolado en el ejército carlista “por buscar lances de amor, de espada y de fortuna”.
Los
recuerdos invernales de Bradomín comienzan con la llegada de nuestro héroe a la
corte del pretendiente al trono español Carlos
María de Borbón (1848-1909): “Yo
acababa de llegar a Estella, donde el Rey tenía su Corte”.
Recién
entrado en la capital de aquel reino embrionario, Bradomín se dirige a la
iglesia de San Juan para asistir a la misa del Rey “todavía con el polvo del camino en acción de gracias por haber salvado
la vida”.
Las
impresiones de esta ceremonia con la que se inicia la novela sirven para
caracterizar de forma precisa la militancia carlista de nuestro protagonista:
ante los ojos de Bradomín ¡la corte carlista se representa como un mundo caballeresco
de antigua y refinada estética!
La
figura del rey, en la penumbra del templo, “se
destacaba en medio de su séquito, admirable de gallardía y de nobleza, como un
rey de los antiguos tiempos…”.
Más
adelante, Bradomín también caracterizará a la reina doña Margarita como una princesa
sacada de una leyenda medieval: “… deseé
morir por aquella dama que tenía las manos como lirios, y el aroma de una
leyenda en su nombre de princesa pálida, santa, lejana”.
De
vuelta a la misa inicial de la novela, la predicación de la guerra santa desde
el púlpito tendrá para Bradomín una especial resonancia en la lengua vasca del
fraile:
“Aquellas palabras
ásperas, firmes, llenas de aristas como las armas de la edad de piedra, me
causaban impresión indefinible: Tenían una sonoridad antigua: Eran primitivas y
augustas, como los surcos del arado en la tierra cuando cae en ellos la
simiente del trigo y del maíz”.
Incluso,
la atmósfera del interior del templo y las vestimentas eclesiásticas serán
motivo de poéticas observaciones para Bradomín:
“El seminarista
vistióse el roquete, y el sacristán vino a entregarle el incensario: El humo
aromático llenaba el vasto recinto. Oíase el grave murmullo de las cascadas
voces eclesiásticas que barboteaban quedo, mientras eran vestidas las albas de
lino, los roquetes rizados por las monjas, y las áureas capas pluviales que
guardan en sus oros el perfume de la mirra quemada hace cien años”.
A
la salida del templo, un desfile de jinetes arrancará de Bradomín inequívocos
ecos de la “Marcha triunfal” de Rubén Darío:
“Entre el cálido coro
de los clarines se levantaban encrespados los relinchos, y en el viejo
empedrado de la calle las herraduras resonaban valientes y marciales, con ese
noble son que tienen en el romancero las armas de los paladines”.
Pero
no pensemos que con estos ingredientes urde Valle-Inclán un relato pleno de trepidante
acción e históricos sucesos, al estilo de los Episodios nacionales de Galdós…
Reparemos
en el detalle de que la novela comienza en una corte de Estella, histórica a la
vez que caballeresca, a la que llega Bradomín disfrazado con hábitos de monje.
De guisa tan irreverente, se presenta el aventurero marqués en una corte rural caracterizada
con el brillo de los libros de caballería.
En
esta deliberada voluntad de contraste entre lo sórdido y lo poético, en esta
voluntad de encontrar belleza en el fracaso y la derrota, reside la poderosa
singularidad del estilo de esta Sonata
invernal de Valle-Inclán.
De
ese abrupto contraste entre la imaginería modernista y la ordinaria realidad saltan
las deslumbrantes chispas del singular lenguaje valleinclanesco. Así, por
ejemplo, son frecuentes las descripciones completadas con una asociación
inusual a elementos cotidianos: “…los ojos brillaban con fuego juvenil bajo la
fosca nieve de las cejas”; “…suspiré
inquietando con un beso apenas desflorado, una fresa del seno”; “… iba la luna sola, lejana y blanca como
una novicia escapada de su celda”…
Valle-Inclán
es especialmente sensual en la descripción de la belleza femenina: “…con los senos palpitantes como dos palomas
blancas, con los ojos nublados, con la boca entreabierta mostrando la fresca
blancura de los dientes entre las rosas encendidas de los labios...”.
Las
percepciones sensoriales de nuestro autor captan observaciones que habrían pasado
por alto en la narrativa realista del XIX. Así, un adjetivo nos da una
pincelada cinética: “El viento de los
montes nos azotó tempestuoso, helado, bravío, y nuestros ponchos volaron
flameantes…”.
Con
frecuencia, Valle muestra un oído especial para caracterizar los sonidos de la
escena: “La tos del fraile, el rosmar de
la vieja, el soliloquio del reloj, me parecía que guardaban un ritmo quimérico
y grotesco, aprendido en el clavicordio de alguna bruja melómana”.
Finalmente,
la prosa de Valle alcanza el máximo grado de captación sensorial en sus
frecuentes sinestesias: “Un velo de
niebla ondulaba en las ráfagas del aire”.