13 de julio de 2011

Los cañones de Durango

Los cañones de Durango (1996) es una trepidante novela juvenil y de aventuras del malagueño Juan Madrid (1947). El relato, ambientado en la Revolución mexicana (1910-1917), está escrito con ritmo frenético e intrigante argumento, dos rasgos característicos de un autor curtido con éxito en la novela negra.

Pancho Villa.
No es la primera vez que la literatura española recala en el Durango revolucionario, puesto que ya anteriormente Luis Cernuda (1902-1963) había incluido en Un río, un amor (1929) su poema “Durango”, al parecer inspirado en una película sobre la toma de la ciudad por el ejército de Pancho Villa:

“En Durango, postrado,
Con hambre, miedo, frío,
Pues sus bellos guerreros sólo dieron,
Raza estéril en flor, tristeza, lágrimas”.

Más inmediata que la evocación del poema cernudiano, resulta el inevitable recuerdo de la canción de Bob Dylan “Romance in Durango” (1976), especie de corrido en que un chamaco mexicano cuenta la huida a caballo con su querida después de haber cometido un crimen por motivos pasionales.

En su cabalgada hacia el otro lado del desierto, el jinete consuela el llanto de su compañera con el conocido estribillo: “No llores, mi querida / Dios nos vigila / Soon the horse will take us to Durango…”.

Promete, a continuación, el jinete a su novia que a su inminente llegada a Durango se casarán y celebrarán una fiesta: “We'll drink tequila where our grandfathers stayed / When they rode with Villa into Torreon”.

Bueno, dejando a un lado el trágico desenlace de la escapada, el libro de Juan Madrid versa precisamente sobre estos últimos versos de la canción: cuando nuestros abuelos cabalgaron con Pancho Villa en la toma de Torreón.

El protagonista y narrador de la historia es Salvador Colomer, un joven marinero español que se presenta en el puesto fronterizo de Presidio (Texas) en marzo de 1914, en plena Revolución mexicana, dispuesto a cruzar la frontera para ir en busca de su padre.

Enseguida el protagonista se da de bruces con la guerra al otro lado de la frontera:

“Presidio era un pueblo de apenas quince o veinte casuchas desparramadas a lo largo del río Bravo. Un largo puente de madera era el cruce oficial fronterizo. Al otro lado se divisaban las destruidas edificaciones de adobe de Ojinaga, ocupadas por las tropas federales del general Mercado”.

En Presidio, nuestro protagonista entra en el bar-tienda regentado por el alemán Glosman:
“El bar estaba abarrotado de hombres, todos armados y hablando a la vez. Había gringos, mestizos, indios y mexicanos. El olor a sudor y a humo convertía la atmósfera en irrespirable”.

Con la misma agilidad empleada en la descripción del local, el narrador transcribe los diálogos:

“-¿Qué quieres?- me preguntó Glosman.
-Busco a Colomer, el artillero. Me dijeron que preguntara aquí.
Me observó con sus ojillos astutos.
-¿Colomer?
-Sí, Colomer.
-Ahora no podemos hablar. Ven esta noche, antes del toque de queda. Sobre las once”.

A pesar de las reticencias iniciales del tabernero, Salvador encuentra cobijo en casa de Glosman, a cambio de colaborar en el negocio familiar de contrabando de armas.

Tras una noche ayudando a llenar cajas de fusiles para el ejército villista, Sara, la mayor de las tres hijas de Glosman, informa a nuestro protagonista de que el hombre que está buscando es coronel artillero del ejército de Villa y está a cargo de “El Niño”, el mejor cañón de la revolución. Su paradero seguramente debía estar a bordo de alguno de los trenes de Villa camino de la toma de Torreón.

Para llegar hasta su padre, según Sara, Salvador ha de enfrentarse a un sinfín de peligros para los cuales no está equipado convenientemente:

“-De aquí a Torreón vas a tener que atravesar un desierto lleno de bandas de saqueadores, da igual que sean federales, desertores, constitucionalistas, bandidos o indios. Necesitas un caballo, ropas adecuadas y un arma”.

La hija de Glosman le proporciona estas dos últimas cosas y le encarga que entregue una misteriosa carta al general Demetrio Cáceres.

Sara cuenta, finalmente, a Salvador que el general Villa había vendido a la compañía de cine Mutual Film Corporation los derechos de grabación de las batallas con la condición de que éstas se desarrollaran a plena luz del día.