27 de diciembre de 2011

El asesinato de Prim según Foxá

Prim por Luis Madrazo, 1870 (detalle).
El más misterioso magnicidio de nuestra historia atentó contra la vida del general Prim el 27 de diciembre de 1870, en la calle del Turco de un Madrid mullido por la nieve y expectante ante la próxima entrada del nuevo rey Amadeo I.

El atentado contra Prim fue el primero de la trágica serie de asesinatos de jefes de gobierno español. Antonio Cánovas del Castillo (1897), José Canalejas (1912) y Eduardo Dato (1921) continuarían esta desdichada serie en años posteriores.

A diferencia de estos otros magnicidios, en el caso de Prim nunca se supo quiénes fueron los responsables e instigadores del asesinato, cuyas circunstancias han quedado así envueltas en un aura de premoniciones y sospechas.  

El conocido romance popular sobre el crimen se hacía eco de esta misteriosa  impunidad con que se habría de archivar la causa judicial:

“En la calle del Turco / ya mataron a Prim
sentadito en su coche / con la Guardia Civil.
Seis tiros le tiraron / a boca de cañón.
¿Quién sería el infame? / ¿Quién sería el traidor?”

Pocos episodios de nuestra historia tan novelescos han tenido, sin embargo, tan escaso eco en nuestra literatura, a excepción de Galdós y Foxá. El primero de estos autores relató el acontecimiento en los últimos capítulos de su episodio nacional España trágica (1909).

Años después, Agustín de Foxá (1906-1959) publicaría en ABC una preciosista miniatura literaria sobre el asesinato de Prim, “En la calle del Turco / le mataron a Prim” (1934), artículo titulado como el romance sobre este suceso histórico.

El mismo episodio, naturalmente, es referido por extenso en la novelesca biografía de Prim que publicó el barcelonés José María  Miquel y Vergés (1903-1964) en su exilio mexicano, con el título de El General Prim en España y en México (1949).

Ya en la actualidad, el cordobés José Calvo Poyato (1951) ha publicado Sangre en la Calle del Turco (2011), novela de intriga y aventuras sobre la época del general Prim.

A lo largo de su dilatada carrera política y militar, el general Juan Prim y Prats (1814-1870) fue uno de los principales conspiradores y espadones del reinado de Isabel II.

Encumbrado a temprana edad como militar valeroso en la Primera Guerra Carlista, se significó a partir de 1840 como destacado diputado progresista con un creciente protagonismo en las complejas intrigas políticas de la época. 

Momentos estelares de su carrera política fueron su nombramiento como Capitán General de Puerto Rico (1847-1848), su triunfal participación en la Primera Guerra de Marruecos  (1859-1860) y su clarividente actuación militar y diplomática en México en 1862.

Tras derrocar a Isabel II en la Revolución de 1868, la Gloriosa, Prim ocupó el cargo de Presidente del Consejo de Ministros y se convirtió en árbitro de la política nacional y supremo hacedor de reyes. Se mostró partidario de la monarquía constitucional al tiempo que se opuso a la restauración de la dinastía de los Borbones.

En noviembre de 1870, al final de un arduo proceso de selección del candidato idóneo, Prim logró imponer en las Cortes a Amadeo de Saboya como nuevo rey de España, granjeándose, así, la enemistad tanto de sus antiguos aliados republicanos como de los partidarios de la restauración borbónica en la persona del duque de Montpensier.

El atentado contra Prim se produjo en vísperas de la llegada del nuevo rey a Madrid y, a la postre, habría de cambiar el curso de la historia, al eliminar al gran valedor de Amadeo I y convertir en inviable la solución dinástica de los Saboya.

Fueron numerosos y poderosos los interesados en acabar con el omnímodo poder de Prim en la época: republicanos, partidarios de Montpensier, partidarios de la reina depuesta Isabel II, el regente general Francisco Serrano, etc. Estas circunstancias hacen compleja la atribución de la responsabilidad del magnicidio, a la vez que abonan interpretaciones de complots urdidos desde altas esferas para acabar con su vida.

No faltan en las circunstancias del atentado, tampoco, las advertencias de rivales y premoniciones de amigos. Un diputado republicano que, al abandonar Prim las Cortes en la tarde del 27 de diciembre, le recomienda: “Vuelva a casa por otro camino”; otro diputado también republicano que responde a una broma de Prim con una enigmática amenaza: “Mi general, a cada uno le llega su San Martín”…

Otro ingrediente novelesco del atentado fue el fantasioso “telégrafo fosfórico”, una cadena de conspiradores situados en las esquinas que encendían cerillas para avisar del paso de la berlina de Prim.

En la calle del Turco encontró el vehículo de Prim su camino obstruído por otro carruaje, seis asaltantes dispararon sus trabucos sobre Prim y sus acompañantes Moya y Nandín al grito de “¡Fuego, puñeta, fuego!” El cochero consiguió, finalmente, reemprender la marcha y un acribillado y tambaleante Prim pudo subir por su propio pie las escaleras de su casa.

Ninguna de sus heridas, sin embargo, resultaba mortal y, sin embargo, la incompetencia de los médicos que le atendieron dio lugar a que falleciese el día 30 a consecuencia de una infección galopante. Hasta el cuarto día, inexplicablemente, no se avisó al eminente cirujano Sánchez Toca, quien dictaminó tras su consulta: “Me traen ustedes a ver un cadáver”. 

5 de noviembre de 2011

Los cementerios de Cernuda

Luis Cernuda en 1937 por Gregorio Prieto.
A principios de noviembre, la visita a los camposantos evoca infinidad de fúnebres poemas: “En un cementerio de lugar castellano” de Unamuno, “Cementerio en Broadway” de Juan Ramón Jiménez, “Cementerio de 1800” de Agustín de Foxá, etc.

A este respecto, sin duda, uno de los poetas de nuestro siglo XX que con más profusión y hondura ha tratado el tema funerario en su obra es el sevillano Luis Cernuda (1902-1963).

Al menos cuatro poemas cernudianos versan directamente sobre camposantos: “Cementerio en la ciudad”, “Elegía anticipada”, “El cementerio” y “Otro cementerio", a los cuales cabría añadir por su proximidad temática “Dos de noviembre”.

En esta serie de poemas de cementerio, aborda Cernuda, desde luego, los motivos centrales de su mundo poético, tales como la muerte, la creación artística, la soledad, el olvido, etc.

La mayoría de estos poemas tienen un planteamiento inicialmente descriptivo y presentan al cementerio como un jardín antiguo o un jardín cerrado caracterizado con otros ingredientes temáticos frecuentes en la lírica cernudiana: los árboles, el canto de aves, muros, evocaciones históricas, etc.

Este tema del jardín cerrado como lugar paradisíaco y aislado de mundanales preocupaciones resulta, desde luego, recurrente en la creación literaria de Cernuda. Así, entre los poemas en prosa recogidos en Ocnos (1942), el autor dedica una bella estampa a un “Jardín antiguo”:

“Se atravesaba primero un largo corredor oscuro. Al fondo, a través de un arco, aparecía la luz del jardín, una luz cuyo dorado resplandor teñían de verde las hojas y el agua de un estanque. (…)
En el silencio circundante, toda aquella hermosura se animaba con un latido recóndito, como si el corazón de las gentes desaparecidas que un día gozaron del jardín palpitara al acecho tras las espesas ramas”.

Asimismo, en su narración breve El viento de la colina (1938), Cernuda nos presenta la “huerta abandonada” de un palacio:

“Un jardinero de la ciudad la cuidó años atrás, y sus viejas manos, expertas en acariciar raíces y pétalos, intentaron trazar un jardín cortesano entre aquellas tapias rudas que en primavera se adornaban de campanillas azules”.

A lo largo de su obra poética también resulta notable la presencia de este simbolismo del jardín como dichosa arcadia de sensual naturaleza, cuya quietud se ve hostigada por el paso del tiempo. Así, en sus Primeras poesías (1924-1927), la composición XXIII comienza con la siguiente estrofa:

“Escondido entre los muros
Este jardín me brinda
Sus ramas y sus aguas
De secreta delicia”.

Sin embargo, las sombras nocturnas avanzan y acaban con el gozoso instante: “Mas el tiempo ya tasa / El poder de esta hora”.

En su siguiente poemario, Égloga, elegía, oda (1927-1928), ambos temas, idílico jardín y tiempo fugaz, confluyen en la primera visita poética al cementerio. Se trata del “Homenaje” a un poeta cuyo nombre no se menciona, composición que comienza con una descripción de la tumba visitada:

“Ni mirto ni laurel. Fatal extiende
Su frontera insaciable el vasto muro
Por la tiniebla fúnebre…”.

Pese al tiempo y la muerte, la gloria del poeta mantiene viva su palabra: “Siempre joven su voz, late y oscila, / Al mundo de los hombres va cantando”.

Sin embargo, Cernuda no se engaña respecto de la inmortalidad artística y se pregunta por la finitud terrenal del poeta homenajeado:

“Mas el vuelo mortal tan dulce ¿adónde
Perdidamente huyó? Deshecho brío,
El mármol absoluto en un sombrío
Reposo melancólico lo esconde”.

Concluye, así, Cernuda que la voz del poeta es tan sólo un eco pues “ya no siente / Quien le infundió tan lúcida hermosura”.

Bien, demos un salto en la evolución poética de Cernuda y situémonos en la madurez creativa de Las nubes (1934-1940). Ya en este punto de su obra, el autor franquea la frontera divisoria entre vivos y muertos, de manera que dirige sus palabras directamente a los difuntos o atribuye a éstos cualidades sensoriales y vitales.

En este poemario el tema de la muerte es recurrente y suele presentarse desde una perspectiva positiva como delicado olvido y triunfante liberación de la sórdida existencia.

Esta idea de plenitud de la muerte sobre la vida se expresa abiertamente en la conclusión de “Lázaro” o en el homenaje “A un poeta muerto”:

“La muerte se diría
Más viva que la vida
Porque tú estás con ella,
Pasado el arco de su vasto imperio,
Poblándola de pájaros y hojas
Con tu gracia y tu juventud incomparables”.

Similar concepto esperanzado de la muerte se repite en el Epitafio de “La Adoración de los Magos”:

“La delicia, el poder, el pensamiento
Aquí descansan. (…)
Ahora la muerte acuna sus deseos,
Saciándolos al fin…”.

Cernuda se aleja de la amarga existencia y se acerca “A Larra con unas violetas” para encontrar comprensión entre los ausentes: “Quien habla ya a los muertos / Mudo le hallan los que viven”.

Otras imágenes de la muerte en este poemario son más cercanas a su experiencia vital directa y muestran una imagen menos acogedora de la muerte.

Como es sabido, Cernuda acompañó al niño José Sobrino en sus últimos instantes de vida y al pudoroso y digno fallecimiento de este muchacho vasco, exiliado en Inglaterra, dedicó “Niño muerto”.

En esta composición imagina el poeta que el niño difunto puede oír a través de la tierra que le cubre y recordar también sus días pasados en el mundo:

“Si llegara hasta ti bajo la hierba
Joven como tu cuerpo, ya cubriendo
Un destierro más vasto con la muerte,
De los amigos la voz fugaz y clara,
Con oscura nostalgia quizá pienses
Que tu vida es materia del olvido”.

Concluye el poema Cernuda mostrando su melancólica piedad hacia el difunto y su deseo de acompañarle en su solitario olvido: “Profundamente duermes. Mas escucha: / Yo quiero estar contigo; no estás solo”.

La preocupación por la soledad de los muertos y la atribución de capacidades perceptivas a éstos también está presente en “Cementerio en la ciudad”. 

Como suele ocurrir en los poemas de cementerio cernudianos, la composición comienza por una visión inicial del campo santo desde la verja de entrada:

“Tras de la reja abierta entre los muros,
La tierra negra sin árboles ni hierba…”

Tras esta presentación del recinto mortuorio, el poeta gira su vista por el barrio que rodea al cementerio:

”En torno están las casas, cerca hay tiendas,
Calles por las que juegan niños, y los trenes
Pasan al lado de las tumbas…”

Por un momento, la descripción del lugar funde en una coincidente estampa las fachadas con ropa tendida o con borrosas lápidas:

“Como remiendos de las fachadas grises,
Cuelgan en las ventanas trapos húmedos de lluvia.
Borradas están ya las inscripciones
De las losas con muertos de dos siglos…”

A continuación de este primer movimiento descriptivo del poema, Cernuda especula con el estado de ánimo de estos antiguos muertos: “Mas cuando el sol despierta, / (…) / En lo hondo algo deben sentir los huesos viejos”.

Enclavado en el seno de un sórdido barrio con humo de fábricas, tráfago de trenes, voces de taberna, etc., para estos antiguos y anónimos difuntos este cementerio no es el apacible jardín donde encontrar “el sueño silencioso de la muerte”:

“Ni una hoja ni un pájaro. La piedra nada más. La tierra.
¿Es el infierno así? Hay dolor sin olvido,
Con ruido y miseria, frío largo y sin esperanza”.

Se cierra el poema con una invocación directa de Cernuda a los inquilinos de este cementerio, en la que muestra su compasión hacia estos extintos y olvidados seres humanos:

“No es el juicio aún, muertos anónimos,
Sosegaos, dormid; dormid si es que podéis”.

A continuación de este poema y en acusado contraste con el yermo y sórdido lugar descrito, en el poemario que nos ocupa aparece “Jardín antiguo”, evocación del risueño jardín tantas veces recordado en su obra:

“Ir de nuevo al jardín cerrado,
Que tras los arcos de la tapia,
Entre magnolios, limoneros,
Guarda el encanto de las aguas”.

En la siguiente entrega poética de Cernuda, Como quien espera el alba (1941-1944), son tres los cementerios visitados por el poeta.

En primer lugar, nos encontramos con una nocturna visita a “Las ruinas”, bañadas en luz lunar e invadidas por la naturaleza circundante:

“Silencio y soledad nutren la hierba
Creciendo oscura y fuerte entre ruinas…”

Arcos, plazas, columnas, altares… permanecen incólumes en ausencia de sus creadores: “Todo está igual, aunque una sombra sea / De lo que fue hace siglos mas sin gente”.
Entre las ruinas se distingue una “avenida de tumba y cipreses” y en este cementerio perdura el ajuar funerario de sus ausentes muertos:

“En las tumbas vacías, las urnas sin cenizas,
Conmemoran aún relieves delicados
Muertos que ya no son sino la inmensa muerte anónima,
Aunque sus prendas leves sobrevivan:
Pomos ya sin perfume, sortijas y joyeles…”

Las ruinas muestran que los mortales somos de naturaleza frágil pero capaces de concebir lo eterno y, en consecuencia, “aptos para crear lo que resiste al tiempo”.

A continuación, se dirige el poeta a Dios para reprocharle la injusticia de habernos hecho perecederos al tiempo de infundirnos la sed de eternidad: “Para morir, ¿por qué nos infundiste / La sed de eternidad…?”

Acto seguido, se responde el autor a esta cuestión negando la existencia de Dios y sublimando la transitoria vida humana por su efímera manifestación de la belleza. Las ruinas en su abandono son, así, una clara demostración de lo que es la vida: “Delirio acaso hermoso cuando es corto y es leve”.

Se convierte así el poema, finalmente, en un melancólico canto a la débil naturaleza humana, triunfante en sus limitaciones sobre el omnímodo poder divino: “El afán de llenar lo que es efímero / De eternidad, vale tu omnipotencia”.

Desde su exilio inglés, evoca un idílico cementerio andaluz en “Elegía anticipada”. La primera estrofa del poema nos ofrece una visión panorámica del privilegiado enclave de este campo santo:

“Por la costa sur, sobre una roca
Alta junto a la mar, el cementerio
Aquel descansa en codiciable olvido
Y el agua arrulla el sueño del pasado”.

En la segunda estrofa, Cernuda nos sitúa, como de costumbre, en la verja de entrada al recinto para ofrecernos la estampa de un apacible y armonioso jardín:

“Desde el dintel, cerrado entre los muros,
Huerto parecería, si no fuese
Por las losas, posadas en la hierba
Como un poco de nieve que no oprime”.

Formula, a continuación, el autor su deseo de que “tras la muerte, / Quieres estar allá solo y tranquilo”.

15 de octubre de 2011

El fusilamiento de Diego de León

Diego de León.
Pío Baroja, Galdós y Pastor Díaz nos han ofrecido tres visiones literarias de la figura del mártir liberal cordobés D. Diego de León y Navarrete (1807-1841), cuyo fusilamiento tuvo lugar el 15 de octubre de 1841, hace precisamente ahora 170 años.

A modo de conmemoración de este aniversario, reseñaremos brevemente estas tres semblanzas literarias dedicadas a evocar la caballeresca historia de tan romántico personaje.

En primer lugar, poco tiempo después del fusilamiento, el periodista, político y escritor lucense Nicomedes Pastor Díaz (1811-1863) publicó una biografía de nuestro héroe, escrita a raíz de la impresión que los sucesos produjeron en el autor.

Ya con posterioridad, los dos grandes narradores de nuestra historia decimonónica, Benito Pérez Galdós y Pío Baroja, habrían de dedicar también su atención a esta víctima del liberalismo moderado español.

En primer lugar, Galdós dedicó parte de dos novelas de la tercera serie de sus Episodios nacionales, concretamente Montes de Oca (1898) y Los Ayacuchos (1900), a referir los sucesos del frustrado pronunciamiento de octubre de 1841 contra el regente Espartero. En particular, los capítulos IV al VIII de Los Ayacuchos relatan de forma epistolar toda la peripecia de los últimos días de la vida del general Diego de León.

Por su parte, Pío Baroja también se refiere en su obra, aquí y allí, a nuestro héroe. Por ejemplo, en una serie de reportajes dedicados a “La expedición de Gómez” (1935), Baroja refiere la famosa Batalla de Villarrobledo entre los carlistas del general Miguel Gómez y los liberales de Isidro Alaix en 1836.

En esta batalla resultó decisivo el empuje de los húsares de Diego de León, que cayeron con tanto ímpetu contra los escuadrones de José Miralles “el Serrador” que lograron dividir y dispersar a las tropas carlistas:

“Desde entonces se dijo que don Diego de León, hundiendo la punta de la lanza en el pecho o en la espalda de los enemigos, los levantaba en el aire, los desarzonaba y los tendía en tierra.
Los del Serrador tuvieron un momento de pánico ante aquel gigante bigotudo y vestido de gala, y comenzaron a huir, atropellando a la infantería de Cabrera”.

De forma más extensa, Baroja dedicó su atención a nuestro héroe en su artículo sobre “El fusilamiento de Don Diego León”, incluido en el tomo de estampas y semblanzas Vitrina pintoresca (1935).

En estas páginas, Baroja comienza por referirse al libro de viajes por España La Porte du Soleil (1844) del escritor romántico francés Roger de Beauvoir (1806-1866), libro consistente en una serie de cartas fechadas en distintos lugares de la Península a lo largo del año 1841.

A juicio de Baroja, reina en estas cartas el lugar común sobre España y “en toda la obra lo único que he encontrado curioso es el relato del fusilamiento de don Diego León”. Para Baroja, la novedad de la narración de Beauvoir consiste en que “da detalles vistos y cuenta sus impresiones como francés”.

Con esta premisa, Baroja extracta los detalles del relato del autor francés, traduciendo a veces párrafos completos y omitiendo los comentarios de tipo político de Beauvoir. Baroja acompaña su glosa del texto francés con observaciones y datos de su cosecha, en los que muestra su interés novelesco por personajes, diálogos y escenarios de los acontecimientos:

“La aventura de la escalera de Palacio fue de las más románticas del siglo XIX español. Todos los que intervinieron en ella eran jóvenes, atrevidos, valientes, un poco enamorados de María Cristina. Veían la posibilidad de conquistar a la reina y de convertirse en amantes y casi reyes. El jefe don Diego tenía entonces treinta y un años y era teniente general”.

Tras el fracaso de la aventura de Palacio, Baroja recuerda cómo León se entregó cerca de Colmenar Viejo a un escuadrón de su propio regimiento de Húsares de la Princesa y cómo rechazó la huida a Portugal, propuesta por el mismo comandante Laviña, encargado de detenerle.

Baroja, en este punto, especula con los motivos que llevaron a León a entregarse: “…quizá pensó que Espartero no sería tan torpe para fusilarlo; pero Espartero fue bastante torpe y le mando fusilar”.

Una vez preso nuestro héroe, Baroja señala cómo el gobierno presionó a los tribunales para que todos los jefes del alzamiento de octubre de 1841 fueran pasados por las armas. En el Tribunal Supremo de Guerra y Marina que aprobó por unanimidad la sentencia de León, se encontraba, por cierto, el otrora general carlista Rafael Maroto:

“Uno de los generales que votaron en pro fue Maroto, entonces conde de Casa Maroto. Decentemente, como ex carlista, debía haberse abstenido”.

De nada sirvieron las súplicas de la familia de León a la reina para que intercediera ante el regente Baldomero Espartero: “Toda la familia, vestida de luto, se arrojó a sus pies sollozando”

De nada sirvieron tampoco otras gestiones llevadas directamente ante Espartero como la del general Francisco Javier Castaños:

“El venerable anciano Castaños, el vencedor de Bailén, el más antiguo de los mariscales, fue a visitar a Espartero y no obtuvo nada de él. Se dice que fue recibido muy bruscamente por este soldado afortunado.
Espartero contestó con aspereza al octogenario general:
-¿Y usted no fusiló a Lacy el año 1817? – le preguntó.
-Yo cumplí con mi deber, señor - contestó Castaños - ; yo no era regente y no tenía facultad para conceder indultos”.

A partir de este punto, Baroja sigue el relato de primera mano de Beauvoir, quien por azarosas e increíbles circunstancias resultó ser testigo presencial de la ejecución de León.

Así, Beauvoir ve pasar por las calles de Madrid la carretela descubierta hacia el lugar de ejecución: “León ocupaba el asiento de atrás con su confesor, el padre Carasa; en el de adelante iba el general Roncali, su defensor”.

A Beauvoir impresiona notablemente la apuesta y elegante estampa de León, a quien compara con el mariscal Joaquín Murat (1767-1815) pintado por Antoine-Jean Gros:

“Diego León vestía el uniforme de los Húsares de la Princesa: dolmán rojo, bordado de oro; pantalón azul celeste con un ancho galón; el dolmán abierto, dejando ver sus condecoraciones. Llevaba en la cabeza el chacó de los húsares con sus anchas plumas. (…) Este rostro castellano respiraba a la vez la serenidad y el orgullo; se hubiera creído que aquel hombre iba a pasar una revista militar. (…) León era una extraña mezcla de coquetería y de bravura; amaba la batalla y el tocador”.

Baroja se detiene especialmente en recrear los diálogos de los personajes en circunstancias tan dramáticas. Así, cuando León se dispone a subir en el carruaje que le conducirá al lugar de ejecución, tiene lugar el siguiente intercambio dialéctico con su defensor Roncali:

“-¿Sabe usted, amigo mío, de qué tengo miedo? Tengo miedo de que los soldados yerren. ¡Cuántos tiros a quemarropa me han disparado en la guerra y, sin embargo, no tengo ni un arañazo!
-Es verdad, general. ¿Y cuántos caballos le han matado cuando usted los montaba?
-Ocho”.

La carretela y su escolta inician la marcha en dirección a la fatídica Puerta de Toledo y Baroja observa la actitud de la muchedumbre congregada a lo largo del camino:

“El gentío era compacto alrededor del carruaje. Cada vez que León dirigía su mirada clara y orgullosa  sobre la multitud oía yo a las mujeres que decían: “¡Matar a jun hombre tan guapo!” y escondían una lágrima furtiva bajo la mantilla. Los hombres, apretándose los puños con desesperación, exclamaban: “¡Matar a un hombre tan valiente!”…”.

Llegada la comitiva a la Puerta de Toledo, desaparece el público madrileño, al que no se permitió presenciar la ejecución, y nos quedamos con la crónica de primera mano de Beauvoir, testigo accidental del fusilamiento. Según su relato de los hechos, León, ya en su destino fatal,  pasó revista a las tropas y ocurrió lo siguiente:

“Sacó unas monedas de oro del bolsillo de su dolmán y las repartió entre los que le iban a fusilar. A los soldados que habían servido bajo sus órdenes los reconoció y les dirigió la palabra sonriendo”.

Colocado en el cuadro, León escuchó la sentencia “erguido con la mano en el chacó” y tras la lectura del fiscal, dio un paso hacia adelante y dijo elevando la voz y mirando a los soldados:

“-Compañeros: Os habrán dicho que el general León era traidor y cobarde: ambas cosas son falsas; el general León jamás ha sido cobarde ni traidor”.

 Del momento final de la ejecución, Beauvoir por boca de Baroja nos ofrece dos versiones:

“Aquella voz resonaba como una voz de mando. Se dirigió en seguida al pelotón encargado de tirar sobre él y dijo a los fusileros:
-Que la mano no os tiemble. ¡Amigos! ¡Atención a la voz de mando!
Otros aseguran que dijo:
-No tembléis, al corazón.
Hundió después su chacó en la cabeza, pasó su mano por sus espesos bigotes y gritó con la misma firmeza:
-¡Preparen…, apunten…, fuego!”

Cayó León traspasado por las balas y “expiró en una actitud teatral y sin ser desfigurado por la muerte”.

Baroja refiere, a continuación, anécdotas relacionadas con la exposición pública del cadáver y la posterior reclamación del cuerpo por parte de la familia.

¡Cuántos mártires liberales vio el siglo XIX español abatidos por la descarga del pelotón de fusilamiento y cuán escasamente nuestra literatura se ha ocupado de ellos!

5 de octubre de 2011

Bradomín en la corte de Estella


Valle-Inclán por Zuloaga.
¡Cuanta mistificación en torno a la figura de Valle-Inclán! En lugar del dramaturgo afín a la generación del 98 que se nos había presentado, la lectura de su prosa desvela, por fin, su verdadera condición de ¡excelente, exquisito narrador modernista!

Asimismo, cuántas veces se nos ha caracterizado al marqués de Bradomín con las palabras que en la Sonata de invierno (1905) le dirige su tía la marquesa de Tor: “Eres el más admirable de los Don Juanes: Feo, católico y sentimental”.

En oposición a la célebre cita, el personaje de Valle-Inclán aparece en sus aventuras justamente como todo lo contrario: seductor, aristocrático y sensual.

En la presente entrada, vamos a ocuparnos de la primera incursión de Valle-Inclán en la Tercera Guerra Carlista (1872-1876) de la mano de su personaje Xavier Bradomín en la cuarta y última entrega de sus sonatas, la antes citada Sonata de invierno.

En realidad, el pontevedrés Ramón María del Valle-Inclán (1866-1936) había vivido durante su infancia la última guerra carlista y a ella dedicó varios relatos breves y, sobre todo, la extraordinaria serie La guerra carlista, compuesta por la trilogía Los cruzados de la Causa (1908), El resplandor de la hoguera (1909) y Gerifaltes de antaño (1909).

La Sonata de invierno, al igual que las anteriores sonatas, está narrada en primera persona por el marqués de Bradomín, ya que toda la serie se presenta como unas supuestas memorias del aristócrata.

En esta última sonata, un anciano Bradomín evoca con nostalgia sus días de juventud y aventuras galantes:

“Como soy muy viejo, he visto morir a todas las mujeres por quienes en otro tiempo suspiré de amor: De una cerré los ojos, de otra tuve una triste carta de despedida, y las demás murieron siendo abuelas, cuando ya me tenían en olvido”.

Estos recuerdos traen a su memoria el último de sus enredos amorosos, que se dispone a contarnos en esta invernal sonata:

“Por guardar eternamente un secreto, que yo temblaba de adivinar, buscó la muerte aquella niña a quien lloraré todos los días de mi vejez. ¡Ya habían blanqueado mis cabellos cuando inspiré amor tan funesto!” 

Tras esta breve introducción, comienza el relato de la última de las seducciones de este decadente marqués, enrolado en el ejército carlista “por buscar lances de amor, de espada y de fortuna”. 

Los recuerdos invernales de Bradomín comienzan con la llegada de nuestro héroe a la corte del pretendiente al trono español Carlos María de Borbón (1848-1909): “Yo acababa de llegar a Estella, donde el Rey tenía su Corte”.

Recién entrado en la capital de aquel reino embrionario, Bradomín se dirige a la iglesia de San Juan para asistir a la misa del Rey “todavía con el polvo del camino en acción de gracias por haber salvado la vida”.

Las impresiones de esta ceremonia con la que se inicia la novela sirven para caracterizar de forma precisa la militancia carlista de nuestro protagonista: ante los ojos de Bradomín ¡la corte carlista se representa como un mundo caballeresco de antigua y refinada estética!

La figura del rey, en la penumbra del templo, “se destacaba en medio de su séquito, admirable de gallardía y de nobleza, como un rey de los antiguos tiempos…”.

Más adelante, Bradomín también caracterizará a la reina doña Margarita como una princesa sacada de una leyenda medieval: “… deseé morir por aquella dama que tenía las manos como lirios, y el aroma de una leyenda en su nombre de princesa pálida, santa, lejana”.

De vuelta a la misa inicial de la novela, la predicación de la guerra santa desde el púlpito tendrá para Bradomín una especial resonancia en la lengua vasca del fraile:

“Aquellas palabras ásperas, firmes, llenas de aristas como las armas de la edad de piedra, me causaban impresión indefinible: Tenían una sonoridad antigua: Eran primitivas y augustas, como los surcos del arado en la tierra cuando cae en ellos la simiente del trigo y del maíz”.

Incluso, la atmósfera del interior del templo y las vestimentas eclesiásticas serán motivo de poéticas observaciones para Bradomín:

“El seminarista vistióse el roquete, y el sacristán vino a entregarle el incensario: El humo aromático llenaba el vasto recinto. Oíase el grave murmullo de las cascadas voces eclesiásticas que barboteaban quedo, mientras eran vestidas las albas de lino, los roquetes rizados por las monjas, y las áureas capas pluviales que guardan en sus oros el perfume de la mirra quemada hace cien años”.

A la salida del templo, un desfile de jinetes arrancará de Bradomín inequívocos ecos de la “Marcha triunfal” de Rubén Darío:

“Entre el cálido coro de los clarines se levantaban encrespados los relinchos, y en el viejo empedrado de la calle las herraduras resonaban valientes y marciales, con ese noble son que tienen en el romancero las armas de los paladines”.

Pero no pensemos que con estos ingredientes urde Valle-Inclán un relato pleno de trepidante acción e históricos sucesos, al estilo de los Episodios nacionales de Galdós…

Reparemos en el detalle de que la novela comienza en una corte de Estella, histórica a la vez que caballeresca, a la que llega Bradomín disfrazado con hábitos de monje. De guisa tan irreverente, se presenta el aventurero marqués en una corte rural caracterizada con el brillo de los libros de caballería.

En esta deliberada voluntad de contraste entre lo sórdido y lo poético, en esta voluntad de encontrar belleza en el fracaso y la derrota, reside la poderosa singularidad del estilo de esta Sonata invernal de Valle-Inclán.

De ese abrupto contraste entre la imaginería modernista y la ordinaria realidad saltan las deslumbrantes chispas del singular lenguaje valleinclanesco. Así, por ejemplo, son frecuentes las descripciones completadas con una asociación inusual a elementos cotidianos:  “…los ojos brillaban con fuego juvenil bajo la fosca nieve de las cejas”; “…suspiré inquietando con un beso apenas desflorado, una fresa del seno”; “… iba la luna sola, lejana y blanca como una novicia escapada de su celda”

Valle-Inclán es especialmente sensual en la descripción de la belleza femenina: “…con los senos palpitantes como dos palomas blancas, con los ojos nublados, con la boca entreabierta mostrando la fresca blancura de los dientes entre las rosas encendidas de los labios...”.

Las percepciones sensoriales de nuestro autor captan observaciones que habrían pasado por alto en la narrativa realista del XIX. Así, un adjetivo nos da una pincelada cinética: “El viento de los montes nos azotó tempestuoso, helado, bravío, y nuestros ponchos volaron flameantes…”.

Con frecuencia, Valle muestra un oído especial para caracterizar los sonidos de la escena: “La tos del fraile, el rosmar de la vieja, el soliloquio del reloj, me parecía que guardaban un ritmo quimérico y grotesco, aprendido en el clavicordio de alguna bruja melómana”.

Finalmente, la prosa de Valle alcanza el máximo grado de captación sensorial en sus frecuentes sinestesias: “Un velo de niebla ondulaba en las ráfagas del aire”.