Larra por Gutiérrez de la Vega, 1835. |
José
Félix Carrillo, el protagonista de la novela de Agustín de Foxá (1906-1959) sobre la guerra civil, Madrid de corte a checa (1937),
temiéndose un inminente registro de su domicilio por parte de los milicianos,
distrae su tensa espera con una lectura singular:
“Se sentó a la mesa del despacho
de su padre y empezó a leer las Memorias del tiempo viejo, de Zorrilla, que
había comprado hacía unos días en los puestos de viejo del Botánico. Había un
tiroteo feroz hacia la calle de Santa Isabel”.
En
realidad, las Memorias de José Zorrilla
(1817-1893) se publicaron con el título de Recuerdos
del tiempo viejo (1880) y no con el que apresuradamente anota Foxá en su
novela.
Una
lectura lleva, por caminos insospechados, a la siguiente y he aquí que ya me
encuentro impaciente por dar comienzo a estas prometedoras memorias de
Zorrilla.
José Zorrilla. |
Mientras
tanto, no puedo evitar traer a la mía aquel viejo episodio que de un salto
encumbró a la fama literaria a un desconocido muchacho de 20 años, que acababa
de llegar a Madrid huyendo de su domicilio familiar en Valladolid.
Era
el día de San Valentín de 1837 y una fúnebre comitiva de jóvenes poetas,
artistas y periodistas acompañaba el féretro donde yacía Mariano José de Larra (1809-1837) hasta el cementerio de Fuencarral
en Madrid.
Pero
dejemos que sea uno de los asistentes, el poeta lucense Nicomedes Pastor Díaz (1811-1863), quien nos cuente con sus propias
palabras la extravagante aparición de aquel nuevo astro de nuestra literatura
romántica:
“Era una tarde de febrero. Un
carro fúnebre caminaba por la calles de Madrid. Seguíanle en silenciosa
procesión centenares de jóvenes con semblante melancólico, con ojos aterrados. (...)
Entonces, de en medio de nosotros, y como si saliera de bajo aquel sepulcro,
vimos brotar y aparecer un joven, casi un niño, para todos desconocido. Alzó su
pálido semblante, clavó en aquella tumba y en el cielo una mirada sublime, y
dejando oír una voz que por primera vez sonaba en nuestros oídos, leyó en
cortados y trémulos acentos los versos (...) que el señor Roca tuvo que
arrancar de su mano, porque desfallecido a la fuerza de su emoción, el mismo
autor no pudo concluirlos. Nuestro asombro fue igual a nuestro entusiasmo (...)
bendijimos a la Providencia que tan ostensiblemente hacía aparecer un genio
sobre la tumba de otro, y los mismos que en fúnebre pompa habíamos conducido al
ilustre Larra a la mansión de los muertos, salimos de aquel recinto llevando en
triunfo a otro poeta al mundo de los vivos y proclamando con entusiasmo el
nombre de Zorrilla”. [1]
Mariano Roca de Togores. |
Aquel
asistente que hubo de proseguir la lectura de tan arrebatados versos no era
otro que el albaceteño Mariano Roca de Togores, Marqués de Molíns (1812-1889) y también, a la sazón, poeta
romántico del momento. El mismo poeta y aristócrata Roca de Togores, íntimo
amigo del ilustre suicida, habría de referir estos sucesos en su conocido
artículo necrológico sobre el “Último
paseo de Fígaro”, prestando, no obstante, principal atención a su propio
discurso panegírico y relegando la irrupción poética de Zorrilla a un segundo
plano:
“…Lo cierto es que jamás se vio en
Madrid más lucido entierro; literatos y artistas rodeaban su carro fúnebre;
encima, como por trofeo, iban unos cuantos libros, que si no nos informaron
mal, eran: No más mostrador,
Macías, dramas originales, El
doncel de D. Enrique el Doliente, novela,
El pobrecito hablador y El Fígaro, colección de artículos.
Una corona de laurel los cubría, y
(…) llegados á la mansión de los muertos, un poeta se levantó sobre su tumba y
nació de aquellas cenizas; este poeta era Zorrilla. Una voz también se alzó y
dijo: «este hombre que a todos ha hecho reír muere víctima de su
melancolía; este escritor que parecía tan festivo, tan indiferente a todo,
muere suicida y quizá de amor; pues que nos hemos engañado mientras vivía,
procuremos conocerlo mejor después de su muerte; celebremos sus escritos y compadezcamos
sus obras, y que esos dos nombres que en la lápida se ven grabados, se
expliquen y se disculpen mutuamente: Fígaro, D. Mariano José de Larra.»
Quien de este modo hablaba, era el
mismo que había acompañado al infeliz la víspera de su muerte; el propio que
ahora, recordando aquella postrera conversación, escribe este artículo”. [2]
Una lectura en el Café de Levante de Madrid por Alenza. |
En
el episodio titulado La estafeta romántica,
perteneciente a la tercera serie de sus Episodios
nacionales, habría de narrar también Benito
Pérez Galdós (1843-1920) estos mismos acontecimientos con algunas
diferencias respecto de los relatos de primera mano antes citados.
El
inspirado poema de Zorrilla, por cierto, se titulaba “A la memoria desgraciada del joven literato D. Mariano José de Larra”
y comenzaba con estos vibrantes versos:
“Ese vago clamor que rasga el viento
es la voz funeral de una campana;
vano remedo del postrer lamento
de un cadáver sombrío y macilento
que en sucio polvo dormirá mañana…”
es la voz funeral de una campana;
vano remedo del postrer lamento
de un cadáver sombrío y macilento
que en sucio polvo dormirá mañana…”
Un café romántico de Madrid en 1836. |
Supongo
que en sus Recuerdos… Zorrilla dará su
personal versión de la anécdota y confío en que se disculpará también por
aquellos ingratos versos suyos, en los que se desdecía de sus comienzos
literarios:
“Nací como una planta corrompida
al borde de la tumba de un malvado
y mi primer cantar fue a un
suicida.
¡Augurio fue, por Dios, bien
desdichado!...”
Pero
volvamos, para terminar, a las exequias de Larra y a rendir un homenaje a su
memoria para conmemorar la efeméride de su romántico fallecimiento.
Recordemos,
al efecto, el conocido poema que Luis
Cernuda (1902-1963), con ocasión del primer centenario del más célebre
suicidio de nuestras letras, dedicó “A
Larra con unas violetas” (1937).
Mariano José de Larra. |
Escrito en plena Guerra civil, Cernuda corregía
en impresionantes versos la conocida frase de Larra “Escribir en Madrid es llorar…” (en su artículo “Horas de invierno”, de 1836):
“…Y nuestra gran madrastra, mírala
hoy deshecha,
Miserable aún bella entre las
tumbas grises
De los que como tú, nacidos en su
estepa,
Vieron mientras vivían morirse la
esperanza,
Y gritaron entonces, sumidos por
tinieblas,
A hermanos irrisorios que jamás
escucharon.
Escribir en España no es llorar,
es morir,
Porque muere la inspiración
envuelta en humo,
Cuando no va su llama libre en pos
del aire…”
Volvemos
así al principio: Cernuda se dirige a Larra para mostrarle un país deshecho por
la guerra, José Félix lee a Zorrilla mientras oye el tiroteo en la calle… Vieron
mientras vivían morirse la esperanza.