13 de febrero de 2011

Lecturas de Zorrilla, versos para Larra


Larra por Gutiérrez de la Vega, 1835.
José Félix Carrillo, el protagonista de la novela de Agustín de Foxá (1906-1959) sobre la guerra civil, Madrid de corte a checa (1937), temiéndose un inminente registro de su domicilio por parte de los milicianos, distrae su tensa espera con una lectura singular:

“Se sentó a la mesa del despacho de su padre y empezó a leer las Memorias del tiempo viejo, de Zorrilla, que había comprado hacía unos días en los puestos de viejo del Botánico. Había un tiroteo feroz hacia la calle de Santa Isabel”.

En realidad, las Memorias de José Zorrilla (1817-1893) se publicaron con el título de Recuerdos del tiempo viejo (1880) y no con el que apresuradamente anota Foxá en su novela.

Una lectura lleva, por caminos insospechados, a la siguiente y he aquí que ya me encuentro impaciente por dar comienzo a estas prometedoras memorias de Zorrilla.

José Zorrilla.
Mientras tanto, no puedo evitar traer a la mía aquel viejo episodio que de un salto encumbró a la fama literaria a un desconocido muchacho de 20 años, que acababa de llegar a Madrid huyendo de su domicilio familiar en Valladolid.

Era el día de San Valentín de 1837 y una fúnebre comitiva de jóvenes poetas, artistas y periodistas acompañaba el féretro donde yacía Mariano José de Larra (1809-1837) hasta el cementerio de Fuencarral en Madrid.

Pero dejemos que sea uno de los asistentes, el poeta lucense Nicomedes Pastor Díaz (1811-1863), quien nos cuente con sus propias palabras la extravagante aparición de aquel nuevo astro de nuestra literatura romántica:

“Era una tarde de febrero. Un carro fúnebre caminaba por la calles de Madrid. Seguíanle en silenciosa procesión centenares de jóvenes con semblante melancólico, con ojos aterrados. (...) Entonces, de en medio de nosotros, y como si saliera de bajo aquel sepulcro, vimos brotar y aparecer un joven, casi un niño, para todos desconocido. Alzó su pálido semblante, clavó en aquella tumba y en el cielo una mirada sublime, y dejando oír una voz que por primera vez sonaba en nuestros oídos, leyó en cortados y trémulos acentos los versos (...) que el señor Roca tuvo que arrancar de su mano, porque desfallecido a la fuerza de su emoción, el mismo autor no pudo concluirlos. Nuestro asombro fue igual a nuestro entusiasmo (...) bendijimos a la Providencia que tan ostensiblemente hacía aparecer un genio sobre la tumba de otro, y los mismos que en fúnebre pompa habíamos conducido al ilustre Larra a la mansión de los muertos, salimos de aquel recinto llevando en triunfo a otro poeta al mundo de los vivos y proclamando con entusiasmo el nombre de Zorrilla”. [1]

Mariano Roca de Togores.
Aquel asistente que hubo de proseguir la lectura de tan arrebatados versos no era otro que el albaceteño Mariano Roca de Togores, Marqués de Molíns (1812-1889) y también, a la sazón, poeta romántico del momento. El mismo poeta y aristócrata Roca de Togores, íntimo amigo del ilustre suicida, habría de referir estos sucesos en su conocido artículo necrológico sobre el “Último paseo de Fígaro”, prestando, no obstante, principal atención a su propio discurso panegírico y relegando la irrupción poética de Zorrilla a un segundo plano:

“…Lo cierto es que jamás se vio en Madrid más lucido entierro; literatos y artistas rodea­ban su carro fúnebre; encima, como por trofeo, iban unos cuantos libros, que si no nos infor­maron mal, eran: No más mostrador, Macías, dramas originales, El doncel de D. Enrique el Doliente, novela, El pobrecito hablador y El Fí­garo, colección de artículos.

Una corona de laurel los cubría, y (…) llegados á la mansión de los muertos, un poeta se levantó sobre su tum­ba y nació de aquellas cenizas; este poeta era Zorrilla. Una voz también se alzó y dijo: «este hombre que a todos ha hecho reír muere víctima de su melancolía; este escritor que parecía tan festivo, tan indiferente a todo, muere suicida y quizá de amor; pues que nos hemos engañado mientras vivía, procuremos conocerlo mejor después de su muerte; celebremos sus escritos y compadezcamos sus obras, y que esos dos nombres que en la lápida se ven grabados, se expliquen y se disculpen mutuamente: Fígaro, D. Mariano José de Larra.»

Quien de este modo hablaba, era el mismo que había acompañado al infeliz la víspera de su muerte; el propio que ahora, recordando aquella postrera conversación, escribe este ar­tículo”. [2]

Una lectura en el Café de Levante de Madrid por Alenza.
En el episodio titulado La estafeta romántica, perteneciente a la tercera serie de sus Episodios nacionales, habría de narrar también Benito Pérez Galdós (1843-1920) estos mismos acontecimientos con algunas diferencias respecto de los relatos de primera mano antes citados.

El inspirado poema de Zorrilla, por cierto, se titulaba “A la memoria desgraciada del joven literato D. Mariano José de Larra” y comenzaba con estos vibrantes versos:

“Ese vago clamor que rasga el viento
es la voz funeral de una campana;
vano remedo del postrer lamento
de un cadáver sombrío y macilento
que en sucio polvo dormirá mañana…”

Un café romántico de Madrid en 1836.
Supongo que en sus Recuerdos… Zorrilla dará su personal versión de la anécdota y confío en que se disculpará también por aquellos ingratos versos suyos, en los que se desdecía de sus comienzos literarios:

“Nací como una planta corrompida
al borde de la tumba de un malvado
y mi primer cantar fue a un suicida.
¡Augurio fue, por Dios, bien desdichado!...”

Pero volvamos, para terminar, a las exequias de Larra y a rendir un homenaje a su memoria para conmemorar la efeméride de su romántico fallecimiento.

Recordemos, al efecto, el conocido poema que Luis Cernuda (1902-1963), con ocasión del primer centenario del más célebre suicidio de nuestras letras, dedicó “A Larra con unas violetas” (1937). 

Mariano José de Larra.
Escrito en plena Guerra civil, Cernuda corregía en impresionantes versos la conocida frase de Larra “Escribir en Madrid es llorar…” (en su artículo “Horas de invierno”, de 1836):

“…Y nuestra gran madrastra, mírala hoy deshecha,
Miserable aún bella entre las tumbas grises
De los que como tú, nacidos en su estepa,
Vieron mientras vivían morirse la esperanza,
Y gritaron entonces, sumidos por tinieblas,
A hermanos irrisorios que jamás escucharon.
Escribir en España no es llorar, es morir,
Porque muere la inspiración envuelta en humo,
Cuando no va su llama libre en pos del aire…”

Volvemos así al principio: Cernuda se dirige a Larra para mostrarle un país deshecho por la guerra, José Félix lee a Zorrilla mientras oye el tiroteo en la calle… Vieron mientras vivían morirse la esperanza.


[1] Prólogo de Nicomedes Pastor Díaz a la edición de las Obras de José Zorrilla, París, 1847.
[2] Artículo recogido en el tomo III de las Obras completas del Marqués de Molíns, 1882.